martes, 29 de diciembre de 2009

Humano

Al fin dejo mi cuerpo descansar. Lo tumbo sobre la hierba en una mañana despejada, cerca de la arboleda del olvido. Atrás dejo los fríos causados por la incertidumbre de no cesar en el empeño de olvidar al habitante de mi profundo sentimiento. Intentaré despejar las nubes, pero que más puede hacer un simple cuerpo de carne y hueso, que más, si ni el cielo puede dejar atrás las tempestades. Una de las miles de eternas condenas a las que estoy atado desde el día que recibí el primer azote, y que perdurará incluso más allá del último sermón del sacerdote.

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